Hace unos escasos días terminé de leer lo que para mí es un auténtico clásico de la literatura: La Princesa Prometida, de William Goldman. Una obra que, en sí misma, o a través de la genial adaptación al cine de 1987, marcaría a toda una generación. Para mí, nunca un libro puede ser superado por ninguna adaptación cinematográfica, pero soy consciente de que no es así para todo el mundo, y que a muchos de los que tienen más o menos mi edad la historia les marcó exclusivamente por la película.

Para aquellos que no conozcan la obra, les diré que es una historia de amor y de aventuras, pero sobre todo es un libro de grandes valores, que hoy serían calificados de antiguos o anacrónicos. En la sociedad posmoderna, líquida, consumista, individualista y egoísta hasta límites absurdos, no podía ser de otra manera. Se induce a la gente al consumo transgresor, sin sentido, y que va en contra de la propia persona. Vivimos tiempos difíciles, hombres duros deberán surgir para superarlos, un modelo de hombres diferentes a los que se promueven en la actualidad.

La historia, en teoría escrita por Morgenstern, habla de un amor en mayúsculas, de aquellos por los que es necesario luchar, espada en mano, contra toda adversidad. No importa lo que suceda, el protagonista, Westley, lucha por aquello que quiere, aunque pueda costarle grandes perjuicios, incluida la muerte. Nada que ver con el “amor” líquido actual, con la promiscuidad desenfrenada o los escarceos de Tinder. El objetivo de Westley es el amor verdadero, construir una familia, no acabar solo con cincuenta años, problemas psicológicos, tres gatos y varias enfermedades venéreas.

También trata la cuestión del esfuerzo, de fijarte metas y trabajar incansablemente por conseguirlas. En la sociedad actual te venden que debes buscar la felicidad y no esforzarte. La historia y la vida real se encargan de mostrar lo contrario, solo puedes ser feliz desarrollando al máximo tus capacidades, y eso solo se consigue con escuerzo, sacrificio y trabajo, mucho trabajo. Todo lo demás son cuentos, en este caso poco instructivos. La historia del español Íñigo Montoya en búsqueda del asesino de su padre es buen ejemplo de ello, aunque donde más claro se verá será en los apéndices de la obra. Solo el esfuerzo durante años, de entrenamiento por medio mundo, le dio la capacidad para poder enfrentarse a su enemigo y conseguir su objetivo.

Por continuar con la historia de Íñigo, el personaje que obtuvo la fama por su frase “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate para morir”, quería tratar la cuestión del honor. Estamos ante algo que es considerado por mucha gente como medieval e incluso retrógrado. Yo siempre he pensado que tener honor y palabra eran dos condiciones intrínsecas de ser un hombre íntegro. El duelo a espada en el acantilado entre Westley e Íñigo, tanto por cómo se inicia (le ayuda a escalar y le deja descansar), como por la manera en que se desarrolla (actúan como caballeros) y por cómo acaba (le deja vivir) muestra a la perfección que incluso entre supuestos enemigos, el honor y la palabra de un hombre siguen teniendo un gran valor. Es una pena que en nuestra sociedad un valor tan importante como el honor, salvo honrosas excepciones, haya quedado para las novelas antiguas.

La amistad, no entendiéndola como alguien que se junta por aburrimiento contigo o para desfasar o aprovecharse de ti, sino como algo más profundo, como el sentimiento hacia una persona que comparte tu vida, tus éxitos y, sobre todo, tus fracasos, tus momentos más bajos, aquella persona que cuando tienes un problema de verdad está con la pala en la mano esperando a ver dónde tiene que cavar. Esa amistad que tiene mucho de fraternidad, camaradería y familia, y nada de envidias y de oportunismo. La amistad del gigantón turco Fezzik e Íñigo Montoya es el mejor y más enternecedor ejemplo que nos brinda el libro. Nunca estás solo, por muchas adversidades a las que te enfrentes si tienes un buen amigo contigo, un amigo de verdad.

Por último, aunque podría hablar de más valores tratados de forma magistral por Goldman, he de hablar de la lealtad, no solo a una causa o a una persona, sino lo que es aún más importante: a uno mismo. No se puede ser leal a una causa si no eres leal a ti mismo, a tu forma de pensar, de actuar y a tus propios valores y principios. Hoy en día la gente se traiciona a sí misma, a lo que realmente necesita, por influencias externas, principalmente redes sociales, influencers cancerígenos, el cine, las series, etc. Nos quieren orientar a ser una simple unidad de consumo, si es necesario comprándonos con migajas, obligándonos a autocensurarnos para poder intentar ascender en la vida. Mi consejo es que hagáis como Westley, que no dejéis torcer vuestra voluntad, que seáis independientes y que, una vez tomada una decisión con respecto a vuestra vida, nada ni nadie pueda deciros qué tenéis que hacer o pensar. ¿Qué hubiera sido de Westley y Buttercup si el primero hubiera renunciado al amor de su vida y hubiera vuelto a su barco? Se hubiera ahorrado problemas, sin duda, pero jamás hubiera conseguido lo que realmente quería.

A modo de conclusión, quería compartir con el lector mi visión de que todos estos valores de antaño, y muchos más, deberían ser la esencia de nuestra sociedad, que no son algo anacrónico, sino a lo que hay que volver como individuos y como sociedad. Es necesario recuperar esa esencia para poder seguir avanzando. Si nos dejamos la humanidad por el camino, no hay progreso.

Mi sección en Zenda: “El Baluarte”

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